Hipocresía urbanita

Donde terminan los caminos, los senderos y las vías.
Donde caen los barrancos, acantilados y pendientes.
Donde la voz se apaga y se hace eco.
Donde la luz se apaga y nace, y nace la sombra.
Las huellas se pierden y el rumbo cambia, el esputo caído a ambos lados del camino, siendo prueba y testigo del esfuerzo del caminante.
Sol que tortura la piel y las sienes hasta que el dolor te hace gritar.
Busca tú, determinado por tus ideas, una ruta alternativa por la que el sol, la deshidratación y la anemia os permita, a cuerpo y mente, encontrar vuestro destino.
Alienados de la urbe, la mente tenéis dopada de sustancias que el estrés os provoca y que, y  lo sabéis realmente, no queréis evitar.
Disfrutáis de ello, igual que lo hago yo.
El tacto suave y frío del metal y el punzante sonido de el tac del minutero del reloj os estimulan.
Una calada más al cigarro, tan efusiva que llega hasta los intestinos, para aliviar el dolor que os inflige la dura vida de la ciudad, de lo cosmopolita, de la urbe, de vosotros mismos.
Una calada de 7 segundos antes de quedaros sin aire.
Decís que odiáis la frialdad de la ciudad, cuando en realidad os gusta tener esa escusa para justificar o preocuparte por los demás. Que la gente se cruce por la calle, hablando por teléfono, con música, ensimismado en sus pensamientos o levantando la cabeza señalando su orgullo.


No hay justificación. Lo sabéis. Lo sabemos todos.
Hay gente que lucha, y gente que elije el camino fácil.
Las limitaciones no existen, el final de algo es solo el comienzo de otro algo.
Y, las justificaciones, la hipocresía y los determinismos, no son más que limitaciones.
Solo quien lo comete, es capaz de darle fin y comenzar algo nuevo.

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