Niebla


Corro.

El bosque es espeso, frío y silencioso. Una espesa niebla cubre el suelo y se va volviendo más difusa hasta alcanzar la copa de los árboles.

Sigo corriendo.

No veo donde piso, voy a ciegas. Girando cada tres pasos el cuello hacia atrás para  saber que sigue ahí lo que dejo atrás, pero a cierta distancia empiezo a no ver nada por culpa de la niebla.

Las lágrimas heladas recorren mis pómulos, calientes y rojos de correr. Aprieto los párpados y me doy más prisa, la humedad se me pega a la piel. Los árboles pasan cerca, casi rozándome. Parece que es el bosque el que se mueve y no yo.

Me tropiezo con una raíz, y sin perder el tiempo me levanto, con la rodilla dañada, igual que las manos. Sigo corriendo. No puedo parar, no puedo frenar. No puedo darme la vuelta.

Estás ahí. Sé que estás ahí. No sé si al final o al principio del camino marcado por el bosque. Pero estás ahí.
No sé si voy hacia ti o huyo. Eres quien me hace daño. Quien me hace feliz. Y yo voy alocadamente en esa dirección, sin reflexionar, sin dudar, pisando firme el suelo que no veo, arriesgándome a tropezar, a caer o, incluso, a morir.

Sigo corriendo. Y seguiré corriendo hasta el final del camino, donde mis pies ya no tengan suelo que pisar. Hasta entonces, seguiré huyéndote o buscándote.

La niebla empieza a mojarme.

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